lunes, 8 de septiembre de 2008

La estatua de Paco Durrio


HISTORIA VIVA DE BILBAO

Musa de la censura

La estatua que Paco Durrio dedicó a la memoria de Arriaga estuvo décadas oculta en los sótanos del Museo de Bellas Artes por estar desnuda

GUILLERMO E. PANIEGO

En los años 40 la estatua original fue considerada demasiado impúdica y se sustituyó por una versión más recatada (superior derecha), que hoy puede verse en el paseo de Uribitarte. / GUILLERMO E.PANIEGO

La Musa de Arriaga cumple 75 años y conserva intacta su belleza, una cualidad que le obligó a pasar décadas escondida en un sótano al considerarse demasiado impúdica. Las aventuras que vivió esta escultura, que hoy ocupa un lugar privilegiado junto al Museo de Bellas Artes, dibujan un recorrido apasionante por la historia reciente de Bilbao. Corrían los primeros años del siglo XX y estaba a punto de cumplirse el centenario del nacimiento del compositor Juan Crisóstomo Arriaga. Las autoridades se daban cuenta de que, a pesar de que el recuerdo del músico perduraba entre los bilbaínos, la villa no contaba con un homenaje a su memoria.

En 1905, a un año del aniversario, se convocó un concurso para erigir un monumento a Arriaga. Al certamen, reservado para artistas residentes en Bilbao o con familia afincada en la villa, se presentaron los mejores escultores formados en la Escuela de Artes y Oficios. Entre ellos estaban los jóvenes Quintín de Torre, Higinio Basterra o Nemesio Mogrovejo.

Paco Durrio, artista criado en Bilbao, pero afincado desde joven en París, logró hacerse con el primer premio. Su proyecto de una musa doliente mereció la recompensa del jurado, que le encargó la realización de una obra monumental que había de entregarse en un plazo máximo de 15 meses, para ser inaugurada con motivo del centenario. Pero Durrio no la entregó a tiempo, no lo haría hasta 1933.
Proyecto enterrado

Durante aquellos años se urbanizó la zona del Campo de Volantín donde iba a colocarse la estatua, y tuvo que buscarse un nuevo emplazamiento. El asunto empezaba a tomar visos de polémica local. Algunos bilbaínos, conscientes de que Durrio pasaba penurias económicas, enviaron a las autoridades un escrito firmado en el que pedían que no se abandonara el proyecto por razones económicas, pues si bien el escultor no había cumplido con sus plazos, su monumento excedía en calidad y belleza los requisitos acordados. El alcalde hizo oídos sordos y el proyecto fue enterrado.
Mientras tanto el prototipo de la estatua fue expuesto en París, donde Paco Durrio se había labrado una importante reputación y gozaba de la amistad de hombres tan brillantes como Gauguin o Picasso. Nunca fue un escultor prolífico, pero sus delicadas joyas y cerámicas recibieron elogios de los críticos más reputados, incluido Apollinaire.

El tiempo pasaba y cada aniversario se levantaban voces en Bilbao que lamentaban que la ciudad siguiera sin tener un monumento a Arriaga. En 1931, el Ayuntamiento exigió a la Comisión de Jardines que moviera ficha. La Asociación de Artistas Vascos se indignó ante lo que juzgaban un atropello hacia el escultor. Los trámites se agilizaron y se encargó la realización del proyecto de Durrio a su discípulo Valentín Dueñas. En 1933 por fin pudo inaugurarse en la Pérgola del parque y con grandes festejos, el homenaje de Bilbao a su ilustre hijo, 'el Mozart español'.

El destierro

La controversia acompañó a la estatua desde el principio; los católicos más recalcitrantes no veían bien que una muchacha exhibiera su desnudez ante los ojos de los paseantes, y para muchos el monumento estuvo asociado a la República que lo había inaugurado. Quizá en ello resida la clave de la represión que sufrió después de la guerra.

En los años 40 se desató el debate que acabó por exiliar a la Musa de Arriaga. A esta polémica no tardaron en sumarse algunos medios de comunicación de la época, que se erigieron en defensores de la moralidad pública. Es lógico pues, que las autoridades tuvieran muy en cuenta su criterio en asuntos de la vida local como el de la Musa de Arriaga, que escandalizaba a los más ultramontanos.

En 1944, y con motivo de las obras del nuevo Museo de Bellas Artes, que pasaba del edificio de Atxuri a su emplazamiento actual, el entonces director, Manuel Losada, recibió presiones para que no colocara la estatua de Durrio en los jardines del parque. En una encendida misiva que firmaban «un grupo de bilbaínos amantes del buen arte», se pedía que la estatua fuese fundida para realizar un busto de Arriaga. «No estamos de acuerdo con esa desgraciada matrona, verdadero engendro del mal gusto más propia para un anuncio de charcutería», decían en su carta aquellos exaltados, que amenazaban con que «una buena mañana aparezca destripada una jamona que precisó de aquella cochina república de trabajadores para su desgraciado engendro».

Una sustituta decente

La Prensa se convirtió en vocero de los más reaccionarios, con perlas como que el monumento a Arriaga que había realizado Durrio era un desatino que no se debía perpetuar. Al desprestigio de la obra se unieron las quejas de numerosos lectores, pues la desnudez de la musa «podía levantar bajas pasiones». Las autoridades no quisieron echar más leña al fuego con un asunto en apariencia tan nimio y aprovechando unas obras en el parque, en las que se trasladó a la Pérgola el monumento a doña Casilda Iturrizar, la musa de Durrio fue escondida en los sótanos del Museo a la espera de una nueva ubicación.

Algunas voces protestaron tibiamente en defensa de la memoria de Arriaga, que volvía a quedarse sin monumento, pero el asunto fue eficazmente acallado. En 1947 se encargó al escultor Enrique Barros, que realizara una obra con el mismo motivo para homenajear al músico. Por supuesto la nueva musa debía estar convenientemente vestida.

Barros había estudiado como Durrio en la escuela de Artes y Oficios, y era un gran modelador, pero tenía un estilo más academicista y menos arriesgado. Durante los años 40 y 50 realizó muchas obras oficiales, entre ellas el Monumento a los Caídos de Bilbao.

En septiembre de 1950 se inauguró discretamente la nueva estatua junto al Museo de Bellas Artes, con la que Bilbao volvía a rendir homenaje a su ilustre compositor.

Nuevos tiempos

Con el paso de los años la musa original fue cayendo en el olvido. Afortunadamente a principios de los 70 los tiempos habían cambiado y comenzaba a resultar anacrónico que la desnudez de una estatua fuera considerada inmoral.
En febrero de 1975, con motivo de unas obras de acondicionamiento en el entorno del Museo, el director, entonces Javier de Bengoechea, encargó el arreglo de la estatua, que seguía olvidada en los sótanos del edificio. Había que arreglar las cañerías internas para que las cuerdas de la lira volvieran a emanar agua, además de limpiar intensamente la figura de polvo y hollín.

El 26 de mayo de 1975, Euterpe volvía de un largo exilio de casi 30 años, y el monumento a Arriaga recuperaba su forma original. La Gaceta del Norte dio la noticia de la restitución, sin mencionar en ningún momento el motivo por el que fue apeada, ni la ofensiva en contra que partió de sus páginas. En el número del 27 de mayo puede leerse: «Después de tantos años de oscuridad la Musa del Arte de Paco Durrio va a tener su sitio en el parque bilbaíno». Sin duda, el mejor epitafio para esta rocambolesca historia. El nuevo Bilbao, más generoso, se resistió a dar a la escultura de Barros el mismo castigo que tuvo la de Durrio, y le buscó un nuevo emplazamiento. Hoy puede verse en el moderno paseo de Uribitarte, donde preside dignamente una rotonda.

Otras obras censuradas

Lo más sorprendente es que el caso de la Musa de Arriaga no fue el único que se dio en aquella época. La campaña contra la desnudez del arte adquirió proporciones delirantes ya en los años treinta, cuando fueron retirados de la Pérgola unos bajorrelieves que mostraban a unas doncellas ligeras de ropa. También sufrió esta ridícula forma de censura una imagen de la Virgen que había frente a la iglesia de San Vicente, en los Jardines de Albia. La estatua representaba a María en su más tierna juventud, vestida con una escasa túnica que se le ceñía al cuerpo. A la primera llamada de atención aquella imagen fue sustituida por la que vemos hoy, profusamente vestida. La original acabó en manos de un particular y, a diferencia de la de Durrio, nunca se volvió a recuperar.